No siempre la vida nos permite entender los motivos de las cosas que suceden justo en el momento en que ocurren. Muchas veces nos quedamos angustiados, pensando qué podríamos haber hecho para que la historia fuese diferente, para haber logrado ese sueño que queríamos, para haber estado con esa persona que tanto amábamos.
Sin embargo, esos motivos que la vida no nos muestra suelen estar mimetizados entre las realidades que nos toca vivir, y no podemos comprenderlos hasta que sea el momento exacto para que se revelen.
Y es justamente en ese instante en que las razones de por qué algo que tanto anhelábamos no había podido concretarse antes salen a la luz cuando entendemos que todo fue perfecto, que el momento es éste y no era aquel. Y entonces la felicidad es tanta que parece que nuestros pies no tocan el suelo, y podemos sentirnos uno solo con el viento que nos lleva exactamente al sitio donde queremos estar.
Ésta bien puede ser la presentación de la historia de Aimé y Guido. Podría decirse que desde que se conocieron pudieron sentir más que una atracción, un vínculo, una cercanía que ninguno de ellos había conocido antes. La chispa también fue inmediata y fue una época maravillosa para los dos. Sueños, proyectos, reconocer en cada gesto del otro lo que cada uno de ellos soñaba.
Sin embargo, había un huracán que siempre estuvo acechando y que finalmente los alcanzó.
Si bien era muy poco el tiempo que llevaban juntos, la intensidad de su relación hacía parecer que era muchísimo más. Guido compartía con Aimé sus sueños más íntimos, todo lo referente a su trabajo, hablaba mucho de sus hijos. Todo esto a pesar de ser una persona muy reservada. Ella sabía que en el fondo de él había una gran tristeza que no lograba descifrar aún. Veía un dejo de resignación en aquel hombre del que se había enamorado. Y quería ayudarlo a revertir esa postura ante la vida.
Guido se preocupaba mucho por Aimé, por su trabajo, por sus hijos, por su vida en sí. Quería estar presente, ayudarla, apoyarla. Quería ser parte de todo lo que tuviera que ver con ella.
Sin embargo, en una conversación cualquiera, un día más de tantos, Aimé se enfrentó con algo que tal vez ya había descubierto inconscientemente y a lo que no había querido hacer frente. Guido tenía una vida, y no eran sólo sus hijos. Y si bien ella creyó la historia que le contó, fue demasiado para ella y en ese mismo momento se alejó para siempre.
Guido estaba devastado. Él realmente la amaba. Y todo lo que le había dicho era la más absoluta verdad.
Ciertamente de manera muy equivocada según lo que muchos de nosotros podamos pensar, Guido se sentía atrapado en una vida que hacía años había dejado de ser suya. Una pareja ficticia, en la que no había chispa, intimidad, ni siquiera compañerismo. Un día a día donde cualquier comentario era motivo para una discusión. Dos hijos maravillosos que se habían acostumbrado a creer a que una familia era eso. Y él se había resignado a que la vida ya no tenía vuelta atrás. Hasta que la conoció a Aimé.
Cuando ella apareció en su historia, fue como si el entusiasmo, la fuerza y las ganas brotaran de golpe desde lo más profundo. Comenzó a proyectar una vida juntos, buscaba la forma de hacerlo realidad. Se sentía realmente feliz junto a ella, olvidaba la angustia, la tristeza. Ya nada era gris cuando estaban juntos. Y de verdad creía firmemente en la posibilidad de iniciar un futuro juntos. Y sabía, estaba absolutamente seguro, de que sólo habría felicidad para ellos.
Sin embargo, no pudo decidir, y no pudo comprender que Aimé no estaba preparada para lidiar con aquella situación. No era falta de amor, era una responsabilidad demasiado grande para ella. No podía siquiera pensar en llevar en su consciencia la destrucción de una familia, sin importar que él le dijese que desde hacía años era tan solo una estructura vacía.
Ese rompimiento devastó a los dos. Cada uno a su forma sintió cómo el corazón se le rompía en mil pedazos. Y se extrañaban. Y deseaban con el alma volver a vivir aquellos momentos en que soñaban juntos un futuro lleno de amor.
Pero, como dijimos al principio, todo sucede por algo. Tanto Aimé como Guido tenían un camino que recorrer solos.
Aimé venía de situaciones personales y laborales que la llevaron a un abismo del que finalmente cayó. Y cayó demasiado hondo. Con el peso de todos los años de luchar sola, de llevar en sus hombros tantas responsabilidades no compartidas, tantas preocupaciones, la necesidad de saber que de verdad hacía lo mejor por sus hijos cuando en realidad sentía que nada era suficiente.
Y una vez más fueron sus Amigas quienes la rescataron de la más profunda oscuridad con todo el amor que la familia que elegimos puede darnos. Ellas la guiaron por un camino que fue, en un comienzo, el mismo infierno. Aimé no se reconocía. Sólo pensaba en dormir para siempre y liberar a sus hijos de su dolor y su impotencia. Creía que con sus Amigas iban a ser más felices. Se había quedado sin su herramienta de trabajo, que siempre había sido su intelecto. Estaba totalmente anulada hasta para dar el más mínimo paso.
Fueron largos meses que parecieron una pesadilla interminable, pero de la que Aimé salió total y absolutamente transformada. Como madre, como mujer, como hija y hermana, como profesional. Todo en ella dio un vuelco que la hizo más fuerte, que le permitió pegar esas piezas que se habían roto en el camino. Y que hoy la encuentran parada frente al camino que falta por recorrer totalmente distinta.
Hoy hay fortaleza, ya no hay rencores que duelan, no hay cuentas pendientes. Hoy no necesita sentir que nadie la valora porque es ella misma quien se da todo el valor que merece. Hoy, por fin, puede ver todo su potencial, su luz y el amor que tiene para dar. Y no está dispuesta a recibir ni un poquito menos. Esa Aimé que siempre daba más de lo que le daban quedó en el camino de la transformación y no volverá nunca más.
Guido, por su parte, quizás movido por lo que Aimé despertó en él, se replanteó su presente y futuro, y comprendió que tenía demasiada vida por delante como para entregarse. Tenía derecho a soñar, proyectar, disfrutar, ser feliz. Y, sobre todo, debía mostrarle a sus hijos que el camino de la resignación y la entrega no era el correcto. Que siempre hay que luchar por lo que uno quiere alcanzar.
Fue entonces que tomó la decisión de separarse, apoyado por sus hijos que habían comprendido la situación mucho antes que él, y comenzó su camino desde otro lugar.
Como toda separación tiene algo de dolor, porque es el quiebre de lo que algún día soñamos sería para siempre. Pero también, cuando la situación llega a un punto como el que Guido estaba viviendo, es una liberación y un nuevo despertar. Es comprender que no tenemos por qué creer que estamos muertos en vida. Que mientras sigamos vivos siempre hay una ilusión, un motivo, un mañana posible para lograr lo que soñamos.
Han pasado algunos meses ya desde que Aimé retomó su camino, haciendo lo que ama y totalmente transformada y en paz con ella misma.
También hace meses ya que Guido disfruta de su nueva vida. Tranquilo, sin sentirse agobiado por una convivencia agotadora e injusta.
Ninguno se olvidó del otro. El amor sigue en el aire. Los recuerdos intactos. Los sueños y proyectos guardados en una caja invisible que cada uno de ellos mantiene en un lugar intocable para el resto del mundo. En silencio sueñan con volver a verse y, por fin, concretar lo que tanto anhelaron.
Los tiempos del destino suelen ser perfectos. Hoy los dos están preparados para iniciar un proyecto de vida juntos sin ataduras ni miedos. Sin tristezas ni dolores. Hoy los dos son libres en todos los sentidos.
Hoy Guido, por fin, se decidió a llamar a Aimé y pedirle encontrarse.
Tal vez haya llegado el momento de un nuevo comienzo…
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